German GEDOVIUS,"Tehuana",1917, óleo sobre tela,
70.5 x 70.5 cm., Museo Nacional de Arte
1
Saturnino Herrán, "La ofrenda", 1913, óleo sobre tela,
183 x 210 cm., Museo Nacional de Arte
Ramón Cano Manilla, "India Oaxaqueña", 1928, óleo sobre tela, 149 x 99.5 cm, Museo Nacional de Arte
Lola Cueto, "Tehuana (Vendedora de
Frutas)", 1926, bordado,
150 x 100 cm., Colección Blaisten
Jorge González Camarena, "El perico", 1927, óleo sobre tela,
90 x 122 cm., Museo Nacional de Arte
Luis Araiza, "México", c. 1940s, Dirección General de Turismo, Cartel de Turismo
Saturnino Herrán, "Nuestros Dioses", 1916, Panel Central
Jorge González Camarena, "Coatlicue", 1964
RADIOGRAFÍA INDIGENA:
FOLCLOR E IDENTIDAD
Representaciones Visuales
de las Culturas Indígenas
de México
en la primera mitad del s. XX
German GEDOVIUS retrata con sumo respeto y cercanía un momento cargado de simbolismo: un bebé en brazos pide tiernamente la leche materna. La mujer, "Madre" a ojos de su hijo, "Tehuana" frente a los lentes taxonómicos del pintor de la Academia, delata en su piel de cobre y su cabello de obsidiana su origen indígena.
1. Amor, Vida y Belleza
A través de una modelo indígena y mexicana, GEDOVIUS retrata una emoción universal, la de una madre amorosa amamantando a su hijo. Resaltan los colores ocre, los colores de la tierra y del campo. El niño clama por el seno materno casi con la misma fuerza con la que GEDOVIUS anhela retornar al pasado mexicano, volver a sus raíces más antiguas y revalorizar sus virtudes más profundas. "Tehuana", de 1917, es una evocación de la armonía y sencillez del mundo rural indígena durante los peores años de la Revolución Mexicana, un tiempo lleno de caos, hambre y violencia.
Lo que llama nuestra atención es la mirada de Gedovius ante la modelo en cuestión. Lejos de la pintura de historia de Félix Parra y Leandro Izaguirre, épica y monumental, GEDOVIUS encapsula a una mujer anónima en medio de un gesto de la vida cotidiana tan sencillo como maravilloso. Los accesorios que componen la escena, como una jarra de porcelana y un rosario en el fondo, refuerzan el carácter privado y doméstico de la localidad. En silencio y soledad, el espectador no se atreve a invadir o interrumpir un acto de índole sagrado.
ARMANDO ADORNO
Izq. Satunrino Herrán,
"La tehuana",1914
Der. Satirno Herrán,
"La dama del mantón", 1914
2. Fusión de sangres
Precupado por documentar artísticamente las costumbres y estilo de vida de las culturas indígenas del México Contemporáneo, José Vasconcelos comisionó a Diego RIVERA en 1922 para viajar al Istmo de Tehuantepec, conocer la región y realizar estudios y bocetos sobre sus fiestas, paisajes y costumbres. Años después, en 1928, RIVERA dio fruto al anhelo de Vasconcelos al pintar "Baile en Tehuantepec", una de las pinturas latinoamericanas más populares del siglo XX, hoy día expuesta en Buenos Aires, Argentina.
Considerado como uno de los muralistas mexicanos más destacados del siglo XX, Jorge GONZÁLEZ CAMARENA ofrece en "El perico" de 1927 una de las más bellas representaciones de la tehuana, mujer sensual y exótica que atrajo la atención de turistas, escritores y artistas por igual como la figura popular más típica y misteriosa del folclor mexicano.
En el panel central del tríptico "Nuestros Dioses", HERRÁN inmortaliza el abrazo romántico, trágico y prohibido entre el monumento de piedra de la diosa mexica Coatlicue y el cuerpo desnudo de Jesús crucificado, alegoría desgarradora del encuentro y fusión de dos mundos. Entrelazados uno con el otro, la sangre vertida en sacrificio hacia la diosa Coatlicue se confunde con la sangre derramada por el hijo de Dios en la última etapa de su dolorosa Pasión.
3. Tradición y Biodiversidad
4. Exotismo y Sensualidad
A. X. Pena, "México", c. 1950s, Dirección General de Turismo, Cartel de Turismo
Lola Cueto, "India Oaxaqueña", 1928, tapiz/manta, 118 x 74 cm., Colección Blaisten
5. Color y Geometría
"Abandonemos los motivos literarios, HAGAMOS PLÁSTICA PURA. Desechemos las teorías basadas en la relatividad del 'ARTE NACIONAL'. ¡UNIVERSALICÉMONOS! que nuestra natural fisonomía RACIAL Y LOCAL aparecerá en nuestra obra inevitablemente". Con estas palabras es como David Alfaro Siqueiros concluyó sus "Tres llamamientos de orientación actual a los pintores y escultores de la nueva generación", manifiesto publicado en la "Revista Americana" en mayo de 1921. En este texto Siqueiros lanza una proclama para definir una nueva estética, libre de "fofas influencias" extranjeras y dotada de "los valores primordiales" autóctonos del continente. El ideal era acercarse a las obras antiguas y modernas de las culturas indígenas americanas, y así retomar su "vigor constructivo" y "energía sintética".
Dos años antes de que Siqueiros publicara sus "Tres llamamientos...", el 25 de agosto de 1919, el pintor guatemalteco Carlos MÉRIDA realizó un exposición de su obra en las salas de la Escuela Nacional de Bellas Artes de la ciudad de México, acto presidido por el flamante Secretario de Educación Pública, José Vasconcelos. En dicha exposición MÉRIDA plantó las semillas teóricas, temáticas y estéticas de las futuras ideas de Siqueiros.
6. Danza y Propaganda
7. Trabajo y Dignidad
Carlos Mérida, 1919, "Bucólica"
Carlos Mérida, 1919, "Joven con perico"
Carlos Mérida, 1922, "Mujeres de Metepec"
Carlos Mérida, 1919, "La princesa de Ixtanquiqui"
Diego Rivera, 1928, "Baile en Tehuantepec",
óleo sobre tela, 199 x 162 cm,
Museo Argentino de Arte Latinoamericano
Miguel Covarrubias, c. 1940s, "Tehuana"
Alfredo Ramos Martínez, 1930, "La india de Tehuantepec", óleo sobre tela, 127 x 101 cm., Colección Privada
En escena aparecen seis bailarines dispuestos en tres parejas en formación de zig-zag, mientras al fondo se encuentran varias arboledas gigantes de bananos y cocos, así como una hilera de mujeres sentadas atestiguando el evento. Los hombres visten sombrero con pollera de algodón blanco, mientras las mujeres llevan trenzas entretejidas con cintas de seda roja, huipíles de colores ocres con detalles dorados y accesorios metálicos como aretes y, una de ellas en primer plano, un ahogador o collar largo con una moneda de oro en su pecho.
Diego Rivera, 1942, "Vendedora de flores"
Diego Rivera, 1942, "Vendedora de flores"
Diego Rivera, 1931, "Festival de las flores,
fiesta de Santa Anita"
Diego Rivera, 1925, "Día de flores"
Dejando atrás composiciones épicas y grandilocuentes como "El hombre controlador del universo" de 1934 o los murales de Palacio Nacional del ciclo "Epopeya del pueblo mexicano", RIVERA sacaba provecho de sus pequeños y modestos pedidos de temas folclóricos para realizar piezas en extremo personales, llenas de sentimiento y pasión.
Durante los últimos años de su carrera artística, Diego RIVERA se caracterizó por realizar series de pinturas alusivas a temas populares y folclóricos, las cuales estaban dirigidas a una nutrida clientela de turistas internacionales adinerados. Dichas obras eran producidas de forma esquemática y masiva, pues eran de pequeño formato y su realización requería de poco tiempo y capital. No obstante, si bien RIVERA se inclinaba por representar temáticas, personajes y escenarios estereotípicos y repetitivos, ello no le impidió otorgarle a cada obra una carga dramática y emotiva particular.
8. Cuerpo y Paisaje
Junto a su producción gráfica y artística --destacando sus dibujos al carbón que guardaron registro de las agrestes condiciones naturales de la zona, así como de los perfiles autóctonos compuestos por largas cabelleras, cachetes ovalados y ojos afilados-- Raúl ANGUIANO dejó testimonio de su viaje hacia Bonampak a través de un diario personal. En dichas crónicas éste menciona constantemente a las mujeres indígenas María y Margarita, quienes los condujeron por las distintas rutas y senderos de la selva Lacandona hasta llegar a su destino. Es precisamente una anécdota registrada en el diario personal de ANGUIANO la inspiración principal de la que será su futura obra maestra: "A la vieja María se le clavó una espina en el pie; me pide mi navaja y con la punta la extrae; a pesar de que le sangra el pie, se incorpora y sigue caminando".
En "La espina" de 1951 ANGUIANO retomó dicha anécdota, en apariencia típica y trivial, y la transformó a través de la pintura en una alegoría monumental sobre la fortaleza y grandeza de los indígenas lacandones de Chiapas. La escena de "la vieja María" extrayéndose una afilada espina de la planta del pie con una cuchilla llama nuestra atención por su carga simbólica y metafórica. Adiestrada desde niña a correr libre por las irregularidades geográficas de su hogar selvático, una pequeña espina debía ser poca cosa para María. Estupefacto y maravillado, ANGUIANO contempla a una mujer indígena cubierta por el manto de una diosa griega; en ella ve a la Atenea de América: sabia al actuar de inmediato remediando quirúrgicamente su accidente, estoica por su completa tolerancia al dolor, guerrera de mil batallas acostumbrada a mancharse las manos de sangre mientras interviene sus propias heridas. Simultáneamente, la extensión horizontal de su cuerpo recostado y los irregulares pliegues de la tela que viste se mimetizan con el paisaje natural ubicado a su espalda. Delineada con belleza y elegancia, el espectador confunde su figura dominante con la de una montaña humana, inmutable y gigantesca.
Pintor liberal y maestro de la Academia de San Carlos, Felipe Santiago GUTIÉRREZ fue uno de los pocos artistas mexicanos que viajó hacia Estados Unidos y Sudamérica, asentándose momentáneamente en el país de Colombia. Allí formó escuela, participando junto al gran maestro Alberto Urdaneta en la fundación de la Escuela Nacional de Bellas Artes en 1886. Discípulo de Pelegrín Clavé, GUTIÉRREZ dio a conocer en Colombia el Purismo nazareno, estilo en boga en Roma, Madrid y México que privilegiaba la representación sensible y emotiva de cuerpos y figuras, así como la elevación de personajes, historias, símbolos y paisajes de la patria al nivel de la iconicidad. Siendo un país desunido y fracturado a lo largo del siglo XIX, ya no sólo por sus accidentes geográficos sino también por las continuas guerras civiles entre las ciudades regionales, Colombia requería construir un imaginario colectivo que uniera a todos sus habitantes bajo una misma identidad y bandera. Fue la Escuela Nacional de Bellas Artes, específicamente la pintura académica, la responsable de cumplir semejante empresa. Consciente de la demanda colombiana por símbolos e historias que glorificaran a la patria y construyeran una identidad nacional, GUTIÉRREZ eligió la belleza, magnitud y monumentalidad de la cordillera continental de los Andes como tema el protagónico de su obra maestra.
En "La cazadora de los Andes" de 1874, una mujer desnuda de tez blanca y perfiles occidentales se haya postrada sobre el suelo, mientras en el fondo se vislumbran los picos más altos de los Andes. Mitad musa clásica y mitad guerrera primitiva, la cazadora de los Andes ha exhalado sobre la piel de una de sus presas su último aliento vital, siendo sus ojos entreabiertos símbolo de su repentino deceso y el gesto de su mano derecha estirándose por alcanzar su arco y flecha el reflejo de su heroico intento por sobrevivir. Alegoría femenina de la geografía que le dio nacimiento, las pronunciadas curvaturas de su inerte y estoica figura --particularmente las puntiagudas crestas formadas por su cadera, costillas y senos-- asemejan y mimetizan las alargadas estructuras orográficas de los Andes.
Con rasgos criollos pero usando accesorios indígenas, la cazadora de los Andes representa el nacimiento de una nación mestiza, la cual abraza y admira a la cordillera de los Andes como ese poderoso cordón umbilical capaz de hermanar a todos los colombianos en torno a una misma identidad e imaginario visual.
En 1946 el antiguo asentamiento maya de Bonampak, ubicado en la selva Lacandona de Chiapas, fue descubierto. Dos figuras se atribuyeron semejante hazaña, el antropólogo Carlos Frey y el representante comercial de la United Fruit Co., Giles Huxley. Para asegurar el patrimonio de su logro, Frey no tardó en contactar al Instituto Nacional de Antropología e Historia de México (INAH), proponiendo un viaje inmediato hacia el lugar, acción necesaria para que el Estado tomara posesión de dicho espacio antes que la mencionada compañía capitalista estadounidense. Tres años después, en 1949, el INAH nombró a Carlos Frey como jefe de la primera expedición oficial hacia los vestigios mesoamericanos de Bonampak, la cual estuvo compuesta por numerosos artistas, escritores y científicos. Uno de ellos fue el pintor Raúl ANGUIANO, quien fue cofundador del Taller de Gráfica Popular en 1938 y del Salón de la Plástica Mexicana en 1949. En aquel mismo año, el INAH lo comisionó para acompañar a Frey hacia Bonampak y realizar dibujos, bocetos, estudios al natural y pinturas sobre las ruinas arqueológicas del lugar, así como los paisajes naturales que presenciara y la vida y costumbres de la población lacandona.
Raúl Anguiano, "La espina", 1951
Felipe Santiago Gutiérrez, 1874, "La cazadora de los Andes"
Antonio Ruiz, "El Corcito", "El sueño de la Malinche", 1939, 29.5 x 50 cm.
Raúl Anguiano, 1951, "Caribal de Obregón", dibujo a pincel y tinta
Raúl Anguiano, 1959, "Margarita, dibujo al carbón
Dotada de un cuerpo bronceado, con una fisionomía tan prominente como seductora, la tehuana de GONZÁLEZ CAMARENA no solo ofrece al turista de turno un puñado de frutos deliciosos, sino que también podríamos decir que se ofrece a sí misma, haciendo de su seno uno de los frutos más por degustar, aludiendo así a la concepción generalizada en la época de las tehuanas como mujeres que practicaban una sexualidad libre, accesible y "al natural."
En este sentido, el México Posrevolucionario supo explotar publicitariamente la imagen de las exóticas y sensuales mujeres indíegenas para así atraer a miles de turistas hacia sus playas y pueblos rurales. La Dirección General de Turismo y la Asociación Mexicana de Turismo reprodujeron decenas de carteles en los que retrataron las grandes atractivos naturales y culturales de México, tomando "El Perico" de GONZÁLEZ CAMARENA como molde para composiciones como éstas.
En el cartel de Luis Araiza, una bella y maquillada mujer con largas trenzas, collar y aretes ofrece desde su vientre una vasija llena de frutos preciosos, siendo ella misma y su sensual cuerpo, en tanto alegoría de México, otro fruto más puesto al servicio del espectador. En el cartel de A. X. Pena, una mujer morena de aspecto viril y con rasgos prominentes sostiene un pequeño racimo de flores, mientras a su espalda se vislumbra la humilde y tradicional belleza de un típico pueblo mexicano, en el cual las tejas rojizas se confunden con el marrón de un frondoso árbol y con la brillante piel cobriza de la mujer.
En medio del agitado contexto revolucionario mexicano, Saturnino HERRÁN plantea en "La ofrenda" de 1913 la revalorización de un tema típicamente mexicano, los preparativos para la Fiesta del Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos del 2 de noviembre, aunque enmarcando la escena y sus protagonistas bajo tintes simbolistas, modernistas y alegóricos.
Lo que vemos es un largo cargamento de flor de cempacúchitl que avanza casi por inercia a través del canal de Xochimilco. Preocupado por retratar el drama interno de los personajes, HERRÁN encapsula los sentimientos universales de amargura, pesadez y fatalidad en los rostros y expresiones corporales de aquellos hombres y mujeres indígenas que se preparan para ofrecer honor y tributos a la muerte.
Alejado de las estampas costumbristas y pintorescas del siglo XIX, HERRÁN desentraña las emociones y estado de ánimo de sus personajes anónimos, como lo es la fría seriedad de una niña que mira directamente al espectador, el desconsuelo de una madre que carga en la espalda a su hijo, el pesimismo y abatimiento de un varón adulto al centro de la composición que sostiene varios racimos de flores en su hombro, y, por último, la pausada reflexión de un anciano que lanza su mirada más allá del cuadro, una mirada que podemos interpretar como nostalgia y melancolía por las muertes que fueron y aceptación fatal por las muertes que serán.
Al centro de la composición una bella y elegante india zapoteca del Istmo de Tehuantepec posa grandilocuente mientras sostiene cariñosamente un colorido perico en su hombro y una exuberante vasija de barro repleta de jugosos frutos tropicales. Asumiendo las influencias estéticas del Futurismo y del Cubismo, GONZÁLEZ CAMARENA emplea formas geométricas dinámicas y versátiles, las cuales ofrecen una sensación de movimiento y libertad que se complementa con los juegos de iluminación conseguidos gracias al trabajo con distintas tonalidades pastel.
Blanco de la atención y fantasía de propios y extraños, las tehuanas encarnaron en el siglo XX el ideal de la mujer exótica, indomable y poderosa, "Amazonas Matriarcales" dignas del máximo respeto y alabanza. Dueñas del monopolio comercial del Istmo de Tehuantepec, marginando a los hombres a los trabajos de cosecha mientras ellas se encargaban de las finanzas, negocios y administración civil, las tehuanas del siglo XX llevaron a la práctica la utopía femenina y matriarcal en medio de una sociedad extremadamente machista como la mexicana.
1939. El arqueólogo Ignacio Marquina presenta ante el XX Congreso de Americanistas un reporte sobre los resultados de sus excavaciones en la Pirámide de Cholula. En aquel mismo año Antonio RUIZ, "El Corcito", pinta "El sueño de la Malinche", obra que lleva a su máxima expresión la idea de "paisaje femenino". En escena se muestra un espacio interior y privado en el cual Malinche --o mejor dicho, Malintzin-- duerme profundamente sobre una cama mientras las sábanas que cubren su cuerpo adquieren los colores, formas y proporciones de un típico paisaje rural mexicano. Entre el retrato íntimo y la cartografía humana, el manto vegetal y templado de Malintzin se compone de casas y jardines en sus costados, una plaza de toros a las afueras de las murallas, un puente horizontal que se eleva por encima de una profunda cueva ubicada en su ecuador, y en lo más alto del pueblo se erige una iglesia dominante, la de los Remedios de Cholula.
A través de una composición tan fascinante como enigmática, la obra de RUIZ es difícil de interpretar desde una sola perspectiva. El sueño se vuelve pesadilla y la piel desnuda se confunde con la tierra habitada. La extraña dialéctica entre lo abierto y lo cerrado, lo público y lo privado, aumenta el misterio de sus mensajes y simbolismos.
Fundidos en un mismo ser, el cuerpo y la mente de "la Malinche" se reflejan materialmente en las formas arquitectónicas que florecen en su piel dormida. El espacio doméstico que hospeda dicha escena se transforma en la vista de una costa con cielo celeste, de donde dos ojos voyeristas con pupilas de ladrillo se asoman hacia el interior, siendo a su vez aquella grieta quebradiza el síntoma dual de una tormenta en el mar y de una larga y dolorosa pesadilla nocturna. Su cuerpo, civilizado en partes, se divide en dos gracias a una grieta en punta de lanza que simboliza su sexo femenino, el cual ha quedado preñado pues delata en la cima de su cadera un monte cristiano como el fruto de su embarazo.
En su mente soñolienta, "la Malinche" descansa y reflexiona mientras el espectador trata de descubrir el secreto detrás de su siesta. Tal vez recuerda el ayer, los días soleados del atardecer en los cuales brillaba la desnudez primigenia de América. Tal vez, intenta olvidar las constantes noches amargas, ocaso sombrío traducido en la conquista e imposición colonial y espiritual de su tierra natal; tal vez, solo tal vez, aspira y fantasea con el bello amanecer que le aguarda al despertar, un hijo mestizo que nacerá de su vientre materno y montañoso como semilla agridulce de un sueño nostálgico y una pesadilla tormentosa.
Mientras el Estado-Nación se volcaba en definir una identidad cultural para todo los mexicanos a través de estereotipos regionales como la china poblana, el charro y la tehuana, el el estado de Oaxaca se vivía un mismo proceso teñido de matices opuestos.
A partir del Homenaje Racial de 1932, rebautizado en 1954 como la Guelaguetza, se definieron las bases discursivas y visuales de la identidad oaxaqueña: unidad en la diversidad. En esta festividad distintas embajadas representantes de las "razas puras" de Oaxaca se presentan en igualdad de circunstancias en la urbe moderna y mestiza, exponiendo sus particularidades locales a través de su danza y vestimenta, celebrando tal pluralidad étnica y lingüística como el pilar cultural de Oaxaca.
En 1946 Miguel Covarrubias publicó "Mexico South: the Isthmus of Tehuantepec", obra en la que compartió con el mundo su amor y pasión por las costumbres y tradiciones a través de decenas de textos e imágenes. En una de sus obras se representa a una joven y bella tehuana, mientras a su espalda se desarrolla el baile típico de su región. A diferencia de RIVERA, COVARRUBIAS realiza un retrato mucho más realista de la modelo indígena, la cual porta con orgullo y dignidad los elementos característicos de su traje de gala, como sus trenzas con seda roja, sus pesados aretes dorados, su ahogador con dos medallas de oro americanas, su huipil anaranjado con detalles tejidos en forma de estrella y su blanca enagua ondulada. A su espalda florece una frondosa palmera natural, la cual extiende sus largas ramas por encima del cuello y rostro de la joven y hermosa tehuana, aludiendo así al florecimiento simbólico de su pueblo, tradición y cultura.
Destacan el resplandor de encaje blanco de la tehuana, tan fino y delicado como un manto mariano, así como la maravillosa mantilla de la sevillana, que con un pavorreal tejido mimetiza la audacia y sensualidad de su modelo. Matronas nacionales, ambas mujeres se hermanan como alegorías femeninas de las dos raíces históricas de México.
A medio camino entre el modernismo y el costumbrismo, HERRÁN se preocupó por construir la imagen de México como una nación mestiza, heredera racial y cultural de la Europa hispana y la América indígena. Para conseguirlo, decidió pintar simultáneamente los tipos populares más conocidos de México y España: la tehuana y la sevillana.
Pintor modernista del nuevo siglo, Saturnino HERRÁN formó parte de la generación de jóvenes artistas mexicanos que, al unísono del estallido de la Revolución Mexicana en 1910, decidieron romper con las ataduras formales y temáticas de la Academia de San Carlos para en cambio entregarse a sus propios impulsos e intereses introspectivos. En este sentido, HERRÁN tomó la vanguardia de una nueva estética nacional concentrada en revalorar las raíces históricas del pueblo mexicano, tal y como lo recomendaba Manuel Gamio en su obra "Forjando Patria" de 1916.
Al igual que las raíces de dos árboles hermanos, Coatlicue y Cristo erigen en conjunto un mismo pilar de piedra y carne que representa simbólicamente el sincretismo y mestizaje del pueblo mexicano, tanto racial como histórico y espiritual. Entonces opera la lógica dual de los opuestos complementarios entre las culturas mesoamericana y occidental, entre la mujer serpiente y el hombre dios, la madre de los cielos y el hijo que vino a la Tierra, la diosa honrada en miles de sacrificios humanos y el mesías que se sacrificó a sí mismo por su amor a todos los humanos.
Sosteniendo su cuerpo doliente, Coatlicue --también llamada "Tonantzin" o "Nuestra Señora"-- parece arrullar y proteger a su hijo en brazos --un Huitzilopochtli cristianizado--, mientras ambos lloran en sintonía lágrimas de sangre que nutren en el presente las venas y conciencias del pueblo mexicano, raza mestiza nacida por desgarrador alumbramiento, siendo así mitad americana y mitad occidental, india y cristiana por igual.
Así se erigen "Nuestros Dioses", fusionados cuales metales preciosos que toman posesión de un mismo cuerpo, creando en el proceso una aleación que se enriquece y fortalece al tomar lo mejor de ambas partes.
Bajo la administración del presidente Adolfo López Mateos, el 17 de septiembre de 1964 se inauguró en las inmediaciones del Bosque de Cahpultepec el flamante Museo Nacional de Antropología, el cual serviría como máximo recinto para conservar, estudiar y compartir con el mundo la belleza, originalidad y grandeza estética y material de las culturas indígenas americanas.
En este sentido, no es casualidad que el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez designara a la sala mexica el espacio de mayor atención y protagonismo, esto es en la punta del corredor central del museo. Entre muchas de las piezas arqueológicas trasladadas al recinto destaca la Coatlicue, escultura monumental de piedra (ca. S. XV-XVI) formada por cabezas de serpientes y cráneos humanos, típicos símbolos mesoamericanos del ciclo de la vida, la resurrección y la fertilidad natural.
En aquel mismo año de 1964, GONZÁLEZ CAMARENA pintó el mural "Coatlicue", el cual sirve como un homenaje y reinterpretación de uno de los vestigios históricos más conocidos y admirados en el México Contemporáneo. En aras de revelar el carácter humano y espiritual de la diosa Coatlicue, GONZÁLEZ CAMARENA levanta el velo de piedra que escondía su bello y maternal rostro para así mostrarlo por primera vez al espectador.
Con dos serpientes que se besan en su tocado y con un cráneo antropomórfico de perfil que lleva por collar, la diosa de la tierra y la regeneración natural sostiene cual estandarte una gigantesca mazorca de maíz con granos pintados de distintos colores, ello como alusión a la diversidad y pluralidad étnica de los pueblos indígenas del siglo XX. Así mismo, en la palma de su mano se distinguen tres figuras humanas que, cuales semillas antes de la siembra, son el máximo tesoro que la diosa-madre Coatlicue tiene para embellecer y fertilizar los valles y montes que ella reina.
Pintor de origen campesino y profesor de la Escuela de Pintura al Aire Libre (EPAL), Ramón CANO MANILLA personificó durante el México Posrevolucionario el ideal del artista primitivo, de origen rural y con aspiraciones nacionalistas. Durante una época que giró en torno a la idea de la "autenticidad mexicana", la representación y exaltación visual de las culturas, folclor y tradiciones indígenas del México Contemporáneo se volvió una prioridad para aquellos pintores y muralistas asociados al Estado. Uno de ellos fue CANO MANILLA, quien rindió sumo homenaje a la diversidad ecológica y la pluralidad étnica del país al glorificar la perfecta y armónica unión entre una india oaxqueña, su indumentaria y su medio ambiente.
Testigo así de las riquezas naturales y culturales de su nación, CANO MANILLA consigue que el mexicano solo pueda sentir orgullo, alegría y admiración por el país en el cual nació.
En el bordado de 1926 titulado "Tehuana" o "Vendedora de frutas", se repite la composición vertical de una mujer indígena posando en el centro de la escena mientras que, por otro lado, la sencillez de su huipíl contrasta con la riqueza y diversidad natural que la acompaña. Así mismo, la obra adquiere un sentido realista gracias a sus proporciones naturales, cuestión que provoca que el bordado navegue simultáneamente entre "lo primitivo" y "lo monumental".
Precursora y máxima autoridad mexicana en el arte y estudio de los títeres, Mireya "Lola" CUETO ofrece en estas obras una imagen extremadamente similar a la de "India Oaxaqueña" de Cano Manilla. En ambas imágenes CUETO retrata a dos mujeres indígenas que interactúan directamente con la naturaleza que las rodea, tomando posesión sobre ésta y asumiéndola como un elemento fundamental de su cultura, trabajo y vida cotidiana.
En las profundidades de una selva tropical con tintes paradisíacos, una mujer indígena bellamente engalanada con un largo huipíl se planta hierática y dominante frente a la mirada del espectador, quien no solo se maravilla por la exuberante naturaleza de la escena sino también por la riqueza de colores y diseños tejidos en su vestimenta. Testimonios materiales de la conexión entre los indígenas oaxaqueños del siglo XX con su pasado milenario, los huipiles tejidos eran y siguen siendo indicadores estéticos clave de su identidad y memoria. Las variaciones entre fibras, colores, texturas y diseños de los huipíles pueden diferenciar por completo a un pueblo de otro, según el significado que éstos otorguen a símbolos comunes.
En "India Oaxaqueña" destacan distintas figuras naturales representadas, como mariposas, leones, águilas, faisanes, venados, un guajolote azul, una planta de lirio y una estrella de seis puntas. Habitando en paz y armonía un mismo espacio, la india oaxaqueña y el paisaje natural a su alrededor se vuelven uno al tocarse en sus pies descalzos pintados del color de la tierra. Mientras tanto, ésta es abrazada y arropada por la vegetación que la secunda como si fuera su hija predilecta, soberana y futura heredera.
En el tapíz de 1929 titulado "India Oaxaqueña", CUETO construye una escena más compleja en la que distintos elementos vegetales y animales adquieren roles protagónicos, como el perro que sigue a su domadora, el ave voladora que todo lo vigila desde las alturas y aquellos montes dormidos a lo lejos.
En paralelo a un frondoso árbol, la india oaxaqueña se erige cual pilar moral y humano comprometido por cuidar y honrar al medio ambiente, acción dual que ésta realiza al ofrendar alimentos en una vasija de barro y al adaptar los patrones geométricos del viento y de las ramas de los árboles en las líneas horizontales de su falda y en los trazos ramificados de su huipíl, respectivamente.
Acompañado por autoridades como José Vasconcelos y Alfredo Ramos Martínez, director de la Academia de San Carlos y fundador de las Escuelas de Pintura al Aire Libre, Carlos MÉRIDA presentó las pinturas que desarrolló en Guatemala, tomando por modelos a las mujeres maya-kiché de su natal Quetzaltenango. Algunas de estas pinturas fueron "Bucólica" y "Joven con perico", homenajes pictóricos de la belleza y orgullo de las culturas indígenas rurales de Guatemala realizados a través del retrato de sus hijas predilectas.
En sus "Tres llamamientos..." de 1921, Siqueiros propone que la nueva generación de artistas debe adoptar en su paleta "las grandes MASAS PRIMARIAS: CUBOS, CONOS, ESFERAS, CILINDROS, PIRÁMIDES..." El objetivo era volver a los orígenes de la civilización, retornar a los principios insípidos de la historia del arte ajenos a cánones y Academias, tiempos antiguos en los que imperaban líneas y figuras crudas, naturales y primitivas. Este retorno formal y estético hacia un arte primitivo se vio aunado, en el caso latinoamericano, con un anhelo por revalorizar a las culturas indígenas americanas del siglo XX, estudiar y documentar sus artes populares e integrar sus comunidades a los distintos escenarios políticos y económicos nacionales. Así, al retratar a las jóvenes mujeres indígenas de México y Guatemala tomando como molde masas primarias y geométricas, lo que hace MÉRIDA es elevar a dichos personajes locales y regionales a una jerarquía universal.
Opuesto a las imágenes pintorescas, costumbristas y exóticas producidas por artistas extranjeros, MÉRIDA se concentra en revelar la identidad y personalidad de las modelos a través de los colores, texturas y diseños de sus tocados, accesorios y huipíles tejidos, los cuales contienen formas geométricas y primitivas similares a aquellas divulgadas e institucionalizadas por Adolfo Best Maugard.
Tras su estancia en París antes de la Primera Guerra Mundial, MÉRIDA conoció a Amadeo Modigliani y Piet Mondrian, cuya amistad seguramente influyó en que a su regreso a Guatemala en 1914 éste se abocara completamente a desarrollar la abstracción geométrica y su aplicación a escenas y personajes americanos. Empleando líneas gruesas y formas geométricas para dibujar masas y volúmenes humanos, así como manchas de color planas y superficiales, Carlos MÉRIDA logró adaptar los mejores aspectos del Fauvismo y del Cubismo --representados por los franceses Gauguin y Cézanne, respectivamente--, para así inmortalizar la imagen, espíritu y carácter de las culturas indígenas de México y Guatemala.
Ajenas a cualquier contenido histórico o contexto político, las mujeres retratadas por MÉRIDA habitan una dimensión separada de la nuestra, un espacio superior y sagrado libre de tensión, pobreza y conflicto, un sueño ideal y romántico de paz, sencillez y armonía.
Rígida y estática, la composición parece detenida en el tiempo antes de que los bailarines den el primer paso, casi como si se tratara de un diminuto recuerdo fotográfico llevado al óleo monumental. Empleando colores cálidos en los trajes de las tehuanas, así como exagerando el tamaño de los frutos tropicales de la región, RIVERA enarbola un discurso de alegría y optimismo, una imagen ideal en la cual los indígenas del Istmo de Tehuantepec viven felices y orgullosos a la hora de manifestar públicamente sus tradiciones, memoria e identidad colectiva.
Desde fines del siglo XVIII no fueron pocos los exploradores, turistas y artistas en sentirse maravillados por la imagen que desprendían las indígenas zapotecas del Istmo de Tehuantepec. Bellas y elegantes, exóticas y sensuales, imponentes y poderosas, las tehuanas se introdujeron rápidamente en el imaginario colectivo del México Posrevolucionario, tiempo que se definió por la búsqueda de la "pureza" y "autenticidad" nacional. El ascenso de su popularidad icónica fue simultánea a la necesidad del Estado por definir ante propios y extraños una figura femenina estereotípica que --como lo hizo la china poblana en el siglo XIX-- representara visualmente la identidad cultural de la nación. Rápidamente los trajes regionales oaxaqueños, particularmente el de tehuana, fueron adoptados por las mujeres urbanas de clase media --entre ellas Frida Kahlo-- como una vestimenta de moda y fashionista rica no solo en colores y diseños sino también en significados históricos y floclóricos.
A través de un retrato de frente que sirve como estudio documental para registrar a la perfección los rasgos faciales y morfológicos de una tehuana, Alfredo RAMOS MARTÍNEZ ignora la belleza de sus joyas y traje regional para explorar de cerca la identidad y personalidad de la mujer anónima que posa modelando el estereotipo popular.
En sus ojos de alargada obsidiana se revela una mirada reflexiva y contemplativa, su nariz refleja cual columna dórica la fuerza y poderío de su carácter, sus labios de rosado néctar testimonian la sensualidad de su juvenil cuerpo, sus trenzas con toques de rojiza seda la transforman en una madona istmeña, y su tez oscura y quemada como el barro es la bandera que con orgullo su patria le ha encomendado.
En "Vendedora de flores" de 1942, RIVERA retrata a una mujer indígena de espaldas mientras ésta sujeta con un tallo una camada de flores de alcatraces que se dispondrá a vender en el mercado local de su región. Arrodillada humildemente, la mujer indígena huye de la mirada del espectador al hundir su rostro en el cuerpo exuberante y monumental de las alcatraces, flores hermosas que abraza con amor y devoción, pero no como una típica comerciante interesada en las ganancias monetarias que le esperan, sino más bien como una madre piadosa que, luego de darles la vida y verlos crecer, se despide de sus hijos con un beso agridulce que sabe a orgullo y melancolía.
En la mayoría de sus obras de pequeño formato dedicadas a las vendedoras de flores de alcatraces, Diego RIVERA privilegia la representación del drama interno y universal de los personajes por encima de un enfoque costumbrista y pintoresco. Sus modelos, casi siempre campesinos anónimos, protagonizan labores cotidianas y en apariencia triviales, ubicadas en escenarios descontextualizados cubiertos únicamente por cortinas de sombras y penumbras que recuerdan al tenebrismo de Caravaggio. Sin pronunciar palabra ni realizar movimiento alguno, sus personajes indígenas asemejan esculturas clásicas de mármol y bronce, solemnes y hieráticas, posando en silencio, calma y soledad en su intento por sobrevivir en la eternidad.
A través de una composición en extremo simétrica y armónica, RIVERA contempla y exalta la colaboración entre hombre y mujer durante una misión diaria tan sencilla como trascendental. Siendo el trabajo fuente máxima de dignidad humana, la mujer lleva a cuestas aquel cesto de alcatraces con una fuerza y celo sin igual, comparable por su drama y contención con la pasión de Jesús cargando la Cruz hacia el calvario.
En otra versión de 1942 de "Vendedora de flores", RIVERA retrata a una paraje indígena que se dispone a trasladar sus flores hacia el mercado. Al frente de la escena, una mujer arrodillada se prepara para levantarse mientras carga con la ayuda de un lazo azul un grande y pesado cesto lleno de alcatraces boyantes. Detrás de ésta, apenas asomando las plantas de sus pies descalzos, los dedos de sus manos y la punta de su sombrero, un hombre sostiene con ambos brazos el cesto auxiliando a la mujer a dar el primer paso e iniciar su largo camino.
En extremo sensible a las penurias y pesares cotidianos de los campesinos y agricultores indígenas del México Contemporáneo, RIVERA hizo de su pintura el vehículo político y cultural para divulgar sus costumbres y estilo de vida, así como aplaudir desde un enfoque romántico su noble espíritu y unión fraternal.
En obras como "Día de flores" de 1925 y "Festival de las flores, fiesta de santa Anita" de 1931, RIVERA retrata la floricultura como un oficio colectivo arraigado profundamente en las tradiciones y fiestas religiosas de los pueblos indígenas mexicanos. Símbolo y testamento vivo de su identidad, la labor de cultivar y cosechar flores supera la mera dimensión productiva y comercial y trasciende al plano de la ritualidad y la sacralidad.
Es bajo esta mirada que debemos contemplar a los protagonistas de ambas pinturas, quienes se enfundan en los moldes de santos y mártires estoicos en su misión providencial de cargar las pesadas ofrendas florales que embellecerán la fiesta popular. A sus pies, las hijas, madres y hermanas del pueblo atestiguan la escena postradas de rodillas, posición de rezo, fervor y devoción que refuerza el carácter espiritual de su festejo ritual.
Empleando como modelo a su bella esposa, la Sra. Rosario Arellano González Salas, HERRÁN retrata a dos mujeres poderosas y elegantes, las cuales visten con orgullo y dignidad las telas y colores sus amadas patrias.
En "La princesa de Ixtanquiqui", el retrato de perfil arropa a la joven de un aura icónica y trascendental, siendo ésta una mujer noble bellamente engalanada que, frente a las puertas de la inmortalidad --decoradas por las grecas y glifos milenarios de su pueblo--, se presenta ante su destino ofreciendo en su mano una planta en calidad de ofrenda ritual.
Por otro lado, en "Mujeres de Metepec", MÉRIDA documenta una imagen más actual y contemporánea de las indígenas del centro de México, que con sus aretes dorados y sus labios y mejillas pintados de carmín delatan al curioso espectador su belleza juvenil y femenina. Destaca el registro documental de los huipíles que visten, los cuales están adornados en su tejido por las mismas masas geométricas y primarias con las que Siqueiros predicaba. Con sus ojos alargados, su cabello ligeramente enraizado y sus marcados rasgos faciales, estas mujeres se muestran como las versiones latinoamericanas de Venus y Eva, ideales de pureza estética, espiritual y humana similares a las que Paul Gauguin presenció, pintó y amo en las islas de Tahití.
9. Dolor y Emoción
Alfredo Ramos Martínez, "Madre", c. 1936, óleo sobre tela, 96.5 x 116.5 cm, Colección privada
Recordado como el fundador de las Escuelas de Pintura al Aire Libre (EPAL) en 1913, Alfredo RAMOS MARTÍNEZ no solo revolucionó los arcaicos métodos de enseñanza de la Academia de San Carlos, sino que también otorgó a todo una generación de niños mexicanos las herramientas y la voluntad necesarias para despertar y formar su propia sensibilidad artística. Seguidor del impresionismo, predicaba la libertad, entusiasmo y creatividad artística entre sus alumnos; enamorado de su patria, convirtió al indígena en el protagonista de su producción plástica, retratándolo como el héroe épico de una nación en búsqueda de su "autenticidad" histórica.
Durante la primera etapa de su carrera RAMOS MARTÍNEZ se caracterizó por realizar obras esquemáticas, seriadas y repetitivas relacionadas con temas y personajes rurales e indígenas, como por ejemplo vendedoras de flores, contingentes zapatistas, escenas costumbristas y paisajes naturales. No obstante, luego de que su hija recién nacida fuera diagnosticada con una enfermedad congénita en 1929, éste renunció a la dirección de la Escuela Nacional de Bellas Artes y viajo hacia Estados Unidos para conseguir un tratamiento. Desde Los Ángeles sus obras reflejaban su nostalgia por México, así como una nueva y apasionada inclinación por retratar personajes indígenas con mayor dramatismo y emotividad.
En "Madre", de 1936, RAMOS MARTINEZ congela el tiempo en su paleta para así inmortalizar el tierno y emotivo abrazo maternal. Al mostrar dicha escena en primer plano, el espectador abandona su segura pasividad y se convierte en testigo y partícipe del momento, leyendo entre suspiros y miradas la inocencia del niño y la abnegación de la madre. Así como lo hizo Miguel Ángel con la "Piedad" del siglo XV, RAMOS MARTÍNEZ transforma un simple y silencioso gesto de amor en una oportunidad para reflexionar sobre el drama universal de la vida. Con el rostro clavado en la nuca de su hijo, la madre guarda en privacidad los rezos que canta en voz baja y las lágrimas que derrama, ofrendas sagradas que una madona mexicana dedica al fruto de su sangre y devoción.
Becado en su adolescencia para estudiar arte en Europa pero sin los recursos suficientes para abastecerse por mucho tiempo del papel-dibujo, RAMOS MARTINEZ descubrió en París su medio preferido para plasmar su obra: el papel periódico. Sobre estos lienzos marrones y desechables éste se encargó de dibujar y experimentar libremente sobre las características morfológicas y espirituales de los indígenas de México.
En "Súplica" de 1942-45, RAMOS MARTÍNEZ nos hace vestir la túnica de confesor frente a una arrepentida mujer que, con lágrimas en sus ojos como señal de remordimiento, implora por nuestra ayuda y perdón. Realizando un examen de conciencia, la mujer reza en silencio una oración para darle fin al dolor interno que la aqueja, transformando las palabras escritas del papel periódico en la sagrada voz de una súplica sincera. Frente a semejante drama, el espectador no solo le concede la absolución, sino que también la secunda en el sacramento que declama.
En "Cautiverio de guerra" de 1939, un hombre desnudo y abatido aparece aprisionado por múltiples sogas que encadenan su cuerpo como su fuese un criminal a punto de cumplir su condena. Convaleciente y sin esperanza que lo salve, le espera la muerte por ahorcamiento. Los espectadores ya no son confesores de la víctima, sino sus crueles verdugos. Frente al retrato del s. XX de un indígena cazado como bestia salvaje, el reflejo exhibe a los mismos victimarios que Las Casas denunció en el s. XVI en la "Brevísima...": "...lobos e tigres e leones crudelíssimos de muchos días hambrientos"
Preocupado por las condiciones materiales y el destino que le esperaba a los habitantes de un México rural e indígena sumido en la pobreza e ignorancia, RAMOS MARTÍNEZ no solo se encargó de documentar sus tipos físicos, costumbres y estilos de vida, sino también el drama interno que vivían y experimentaban cada día en su ardua lucha por mantenerse de pie y vencer.
En "Indio solitario" de 1933, un hombre se detiene sobre una colina para vislumbrar en soledad y silencio el ocaso del mediodía y el despertar de una tormenta. Con la única compañía de su fiel sombrero, se detiene para reflexionar sobre sí mismo. Sin casa ni hogar, abandonado en medio de un desierto tropical, sus esperanzas han sido mutiladas de raíz al igual que el inerte maguey a su costado. Cual héroe trágico, espera con calma el triste futuro que le aguarda.
En "Indio con cactus" de 1938, el hermano de sangre aquel "Indio solitario" posa hierático en compañía de su dulce hija, mientras abraza con fuerzas un cactus lleno de espina. Ignorando el dolor provocado por tal abrazo, éste se aferra al cactus como si fuese su tesoro más preciado. Con el temor de que su cactus corra con la misma suerte que aquel maguey decapitado, éste indio lo abraza con celo y pasión, de la misma forma en que lo hace un amigo, con el mismo cariño con el que un padre arropa a su hijo.
Alfredo Ramos Martínez, "El indio solitario", 1933, óleo sobre tela, 113 x 92.1 cm, Colección privada
Alfredo Ramos Martínez, "Súplica", 1942-45, temple sobre papel periódico, 53.3 x 40.6 cm, Colección privada
10. Arte y Educación
Alfredo Ramos Martínez, "La pintora de Uruapan", c. 1930, óleo sobre tela, 71.1 x 61 cm, Museo de Arte de Santa Bárbara
Niños estudiantes de las Escuelas de Pintura al Aire Libre exponiendo públicamente sus obras
Niño estudiante de la Escuela de Pintura al Aire Libre pintando un paisaje natural
Reconocido por Ramón Alva de la Canal como "el verdadero impulsor de la pintura mexicana contemporánea", Alfredo RAMOS MARTÍNEZ lideró una generación de pintores, grabadores y dibujantes motivada por revolucionar los métodos de enseñanza artística. Tras la huelga estudiantil de 1911 y su designación como nuevo director de la Escuela Nacional de Bellas Artes, RAMOS MARTÍNEZ fundó en 1913 la primera Escuela de Pintura al Aire Libre en Santa Anita, Iztapalaba, donde los estudiantes podrían imitar y heredar el espíritu rebelde y creativo de los paisajistas e impresionistas franceses en los bosques de Barbizón. En los años siguientes entraron en operación nuevas escuelas: Santa Anita, 1913-14; Chimalistac, 1920-21; Coyoacán, 1921-24; Churubusco, 1924; Xochimilco, Tlalpan y Villa de Guadalupe, 1925.
La Escuela de Pintura al Aire Libre de Santa Anita, bautizada como "Barbizón", representó una ruptura radical en la concepción del arte moderno mexicano. Para RAMOS MARTÍNEZ era fundamental que los niños mexicanos crearan un arte verdadero y "genuinamente nacional" a través del contacto directo con la naturaleza viva, olvidando ya cánones tradicionales que limitaban y censuraban su originalidad.
Ofreciendo completa libertad creativa a los niños, la mayoría de ellos de padres campesinos e indígenas, el objetivo era ofrecer una oportunidad para la experimentación personal, crear algo propio a través de la inocente interpretación de los elementos de la sociedad y la naturaleza, alimentar con los ojos de la pureza infantil una nueva estética nacional hambrienta por dar forma y personalidad a su identidad cultural. Para este fin, la Secretaría de Educación Pública se encargó de subsidiar gratuitamente todos los materiales necesarios (telas, bastidores, pinceles, colores, etc.)
Por un lado, el proyecto de las EPAL recibió el apoyo de jóvenes y talentosos artistas mexicanos, quienes se pusieron bajo las órdenes de RAMOS MARTÍNEZ y dirigieron las distintas escuelas locales. Entre ellos podemos nombrar a Ramon Alva de la Canal, Gabriel Fernández Ledesma, Francisco Díaz de León, Ramón Cano Manilla, Fermín Revueltas, Salvador Martínez Báez, Enrique A, Ugasrte, entre otros.
Por otro lado, no fueron pocas las voces que criticaron el proyecto, acusando que los resultados plásticos de tal modelo de enseñanza eran improvisados, superficiales, pintorescos y triviales. En una caricatura, José Clemente Orozco llego a apodar a las EPAL como la "Academia Nacional de Paisajitos, Cromos y Flores de Papel".
Sin importar las críticas en su contra, los niños estudiantes de las EPAL ofrecieron múltiples exposiciones en las que sus obras fueron alabadas y comentadas. En 1920 expusieron en la Escuela Nacional de Bellas Arte, en 1925 en el Palacio de Minería, y en 1926 una selección de sus obras viajó a Berlín, París y Madrid
Alfredo Ramos Martínez, "Cautiverio de guerra", 1939, temple sobre papel periódico, 57.8 x 43.2 cm, Colección privada
Alfredo Ramos Martínez, "Indio con cactus", 1938, temple sobre papel, 72.4 x 66.7 cm, Museo de Arte de San Diego